¿Qué es un pincho? ¿Qué es una tapa? La pregunta me vuelve a rondar la cabeza tres años después, cuando ingreso de nuevo en la comitiva que se dispone a recorrer los bares que nos tiene asignado el jurado de La Rioja Capital: vamos a examinar, por turnos organizados para que evitemos una sobredosis de bares y pinchos (o tapas), los bares participantes en el concurso que este sábado elige al ganador de este año. Tengo suerte. Me vuelve a corresponder un armónico grupo que aúna saberes de distintas categorías y un criterio polifónico. Quiere decirse que hay entre nosotros un poco de todo, aunque quien nos guía con una intuición superior sea una profesora de la Escuela de Santo Domingo. El resto somos más o menos peritos en bares (y en pinchos, y en tapas) que sabemos distinguir el bocado fetén del que sólo aspira a cumplir lo que reclamaba el barón de Coubertin: lo importante es participar.
Y quienes participan están hermanados de nuevo (como en las dos ediciones anteriores) por un propósito común: la ilusión. Es emocionante ingresar de buena mañana en un bar de Murillo, reconfortado al amor de la catalítica que tanto he querido, y conversar con la jefa de todo esto. Que confiesa sus nervios (“No hemos pegado ojo en toda la noche”, sonríe) y despacha una estupenda ración de oreja. A nuestra vera, un grupo de damas ataca el cafelito mañanero mientras enhebran la primera tertulia del día. Afuera amenaza con nevar. No nos engañamos: somos feligreses de la religión de los bares por ratos como estos, por locales como éstos. O por el otro participante que reclama ahora nuestra atención sin salir del pueblo. Donde observamos el mismo ingrediente: la ilusión. Y un estupendo taco de bacalao que se acompaña con un blanco de la cooperativa. Dan ganas de quedarse a vivir entre estas cuatro paredes, entregados a la hospitalidad de los extraños que acaban de dejar de serlo.
Pero aguarda Entrena y el milagroso bar que vemos iluminando estas líneas: milagroso porque protagoniza la proeza de ubicarse en el frontón. De ahí su nombre. Y de ahí su emplazamiento, en el mismísimo rebote. Donde nos ofrecen una lección magistral sobre la asadurilla, queridísima víscera que se bate en retirada en estos tiempos adictos a lo gastronómica correcto. Serviada en ravioli, como nos informa nuestra hada de la escuela de Santo Domingo. “Estilo Arzak”, avisa. Un cielo sin nubes, amenazando temperaturas bajo cero, observa nuestros sigilosos pasos mientras volvemos al coche. A tiempo de llevar para casa un rosco de San Blas, estilo Entrena. Donde son fiestas, por cierto. Y donde preparan este bocado de manera tan admirable como desconocida para quien esto escribe. “Aquí no los hacemos como en Logroño“, informa gentil la pareja de panaderos, una pareja de jovencitos a quienes debe darse la razón. Su rosco es distinto. Y exquisito.
Siguiente parada, Alberite. El mismo protocolo, la misma gentileza, idéntica ilusión. El bar bulle de clientela al mediodía mientras quienes lo defienden exhiben una ejemplar profesionalidad y vocación de servicio. Despejan una mesa, sirven los riquísimos champis, dan conversación atenta y minuciosa, relatan alguna anécdota con la gracia propia de las gentes del Iregua y nos remiten a nuestro próximo destino, Pipaona. Donde encontramos otro milagro. En medio de la absoluta nada, esa burbuja vacía de seres humanos que es La Rioja interior, un caballero llamado Blas Sos protagoniza una auténtica proeza en su guarida del Valle de Ocón. Dar de comer al hambriento y de beber al sediento. Con bocados y tragos de gran calidad y con un esmerado servicio. Brilla el sol de invierno que jamás calienta pero a los cofrades de esta travesía nos da lo mismo: ya estamos reconfortados por dentro. Estupendas raciones, vistas inmejorables y un vino recién descubierto, un clarete que nos alegra la mañana
Al siguiente fin de semana ocurrirá otro tanto. Visitaremos un par de negocios de Logroño, recibiremos el mismo modélico trato (y recogeremos el mismo depósito de entusiasmo entre los participantes), emprenderemos luego ruta hacia Ábalos para maravillarnos del perfecto estado de revista que presenta el municipio y del estupendo bocado que nos despachan en el bar del hotel, merecedor por cierto de llegar a la final de este sábado en Riojaforum. Y nos llevamos la misma sensación. Esas infinitas ganas de quedarse aquí adentro, a vivir en el mullido confort de los bares. Pero nos debemos a nuestro público, como las folclóricas antiguas: Haro espera nuestra visita y uno no quisiera decepcionar a mi cabecera de comarca favorita. Haro es mucho Haro… aunque la visita al renacido Suizo le deja a uno con un sabor de boca (ejem) mejorable.
Que se compensa durante la visita a los dos locales participantes. De donde salimos de nuevo con esa misma sensación: qué enorme ilusión depositan en su quehacer diario quienes los defienden, con qué brío se estrujan las meninges para dar a su clientela lo que merece. Bullen los dos bares a la hora del aperitivo, una breve multitud se apiña ante sus barras y se reparte por los veladores y uno se sigue haciendo la misma pregunta: qué es un pincho y qué es una tapa.
A la cual me voy contestando de vuelta a Logroño. Para mí, este tipo de bocados debe caracterizarse por la capacidad de síntesis que acrediten quienes lo despachan. En cuanto me ponen más de un plato para atacarlo, me malicio que no: que no es eso. Que el bocado puede ser excelente (y de hecho suelen serlo los participantes al concurso), pero que en su concisión se reúne el valor adicional. Que quepa en la mano, por ejemplo. O que se lo zampe uno de dos bocados. Que sea leal al recetario antiguo pero también fiel al objetivo de innovar que todo negocio debería tener como bandera. Que lo sepa acompañar del vino adecuado. Que lo sirva con la vajilla y cubertería adecuadas. Y lo difícil, lo a menudo imposible: que surja la magia.
En mi caso, es sencillo. Siento una predisposición natural para dejarme seducir por los bares que voy encontrando por el camino, sobre todo si sus profesionales exhiben lo antedicho: una ilusión contagiosa. Que es harto más elogiable en los casos en que el desempeño al frente de sus negocios exige conquistar esa tierra rural donde tan a menudo sólo encontramos el frío de la intemperie. Ingresar en el bar de Pipaona luego de atravesar sus calles desnudas y toparse con el ambientado que encontramos fue como convertirse por un rato en Hansel y Gretel. Había luz en la casa escondida en el bosque. Una luz reparadora, la que ilumina a todo bar que se precie. Un bocado, una sonrisa, un trago, un rato de conversación. Y unas vistas espectaculares. Se necesita muy poco más para habitar el entrañable país de los bares. Mientras seguimos dándole vueltas a qué cosa es un pincho y qué una tapa. Por no hablar de las cazuelas.
P. D. La final del concurso de este año servirá para proclamar al sucesor al trono que el año pasado hizo suyo el Sopitas de Arnedo. La representación de finalistas se disemina por todo el territorio riojano: su fortuna consiste en haber pasado ya a esta ronda decisiva, porque por el camino se han quedado unos cuantos bares que también se habrán esforzado por estar a la altura del desafío. A ellos cabe añadir otros premios que también se darán a conocer durante la mañana: pincho tradicional, pincho capital (elaborado con Alimentos de La Rioja) y pincho popular, el más votado por el público. Y otro galardón que se divulga de antemano: el concedido a toda una vida al frente de un negocio hostelero, que este año recae más que merecidamente en Manolo. El gran Manolo que defendió hasta hace nada su legendario Soldado de Tudelilla. Ante quien me sigo quitando el sombrero