Cuando se avecinaba el verano no había nada que pensar. Nadie se devanaba la cabeza buscando la mejor oferta para alquilar un apartamento en la playa porque no había playa a la que acudir. Ni valle. Ni bosques. A los ‘sinpueblo’ tampoco nos quedaba intercambiar por unas semanas el paisaje urbano por otro rural, de modo que las vacaciones consistían esencialmente en no hacer nada. Sólo dejar discurrir el tiempo. Verlo pasar por delante con un plus de abulia. Una gimnasia de la inacción envuelta en vaharadas de calor tórrido y el zumbido de las moscas a través de las persianas echadas. Porque las calles eran un páramo irrespirable y la piscina, una boca de metro en hora punta con el agua a 30 grados. Sin afanes ni obligaciones, el sopor se colaba en la habitación como un ladrón discreto. Y tú, concentrado en permanecer quieto y aspirar el aire justo para activar los pulmones, te dejabas robar las horas mirando el giro imperfecto de un ventilador. El sudor se pegaba a la almohada y las arrugas de las sábanas cincelaban cicatrices en la piel desnuda. La pasividad adquiría tal grado de perfección que nadie se atrevía a profanarla. Y de pronto, en el duermevela de esa desgana infinitiva abrías el ojo y las vacaciones habían terminado. Por delante, el trámite de consumir los meses hasta el siguiente verano, sin ser consciente todavía de que haciendo nada hacíamos algo vital: aprender a manejar todo aquel aburrimiento que muchos años después aún añoro.