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Jorge Alacid

Logroño en sus bares

El milagro de tomar un buen café

Portada de El libro del amante del café

 

En mi humilde experiencia como camarero (o pinche de camarero: bar de las piscinas de Cantabria, años 70) recuerdo como una visita al infierno cuando caí en la jurisdicción de la máquina de café. Un aparato de apariencia temible, como el bicho de Alien (que aún no había nacido), de en teoría sencillo manejo que mi mala cabeza convirtió en un crucigrama irresoluble. Siempre fallaba. O me salía un aguachirris (me encanta esta palabra) o la máquina no bombeaba bien el agua y el resultado era un puré torrefactado o qué sé yo. Mis maestros no estaban adornados por la virtud de la paciencia: a los primeros reveses, comprobada mi total inutilidad, me enviaron a tutelar el chiringuito instalado allá en la Mixta (como ya he comentado alguna vez, en aquella Sociedad Recreativa las piscinas tenían sexo) y nunca más volví a acercarme al terrorífico chisme: ahora, cada vez que, desde el otro lado de la barra, lo examino vuelvo a tener acné, pelusa en el bigote y miedo a preparar un café de resultados laxantes.

Quiere decirse con esta introducción que desde entonces admiro a los camareros que sirven café. Cuando además está bueno, dan ganas de arrodillarse. Pienso entonces en Dámaso, mariscal de La Granja, que gobernaba el bar entero desde el puesto de mando mientras con una mano le daba al manubrio (me refiero al de la cafetera) y con la otra allegaba el plato con la tacita y la cucharilla de moka. Era el Messi de los cafés y yo no lo sabía. Lo supe más tarde: cuando observé cómo sus sucesores en ese oficio carecían de la misma habilidad y te proporcionaba las más de las veces (y te siguen sirviendo, de hecho) un bebedizo que deshonra la memoria de Dámaso y demás príncipes del oficio. Que parecen haberse inspirado en mis propias calamidades como aprendiz de camarero: tampoco ellos parecen muy duchos dominando la dichosa maquinita.

Razón de más para ensalzar en estas líneas a quienes, por el contrario, ejercen como maestros en el arte de despachar un buen café. Que no son tantos, de acuerdo con mi pobre experiencia. Según un recuento de urgencia, lo facturaban de modo ejemplar en el Robusta de la calle Múgica, por donde llevo tiempo sin dejarme caer. Y Óscar hace también su propia magia en el Asterisco, así en avenida de Portugal como ahora en Portales. Me gusta también cómo lo sirven, con su maravillosa máquina italiana, en Iturbe sobre todo si lo acompañan de su deliciosa bollería (esas delicadas ensaimadas) y además acabo de hacer un par de descubrimientos recientes que me apresuro a compartir.

El primer se llama Ninette. Un coqueto local recién abierto en la calle de La Merced, que me trasladó a mi primera infancia: era el espacio donde se alojaba la tintorería La Oca, que me tuvo de cliente cuando calzaba pantalón corto (también éramos en mi casa muy de Mola, en la calle San Juan). Donde despachan mullidas tartas y preparan un estupendo cortado: el día que acaben con la horrible música de fondo y ordenen el barullo que organizamos los clientes hablando a la riojana (voz en grito)… Ese día será el paraíso.

Y dos. Un mediodía me acerqué a disfrutar del sol de primavera en la terraza del Tondeluna. Me atendió un gentil camarero, tocayo mío por cierto (lleva el nombre en una escarapela a la altura de la pechera), quien era portador de malas noticias: no le gustaba cómo funcionaba esa mañana la cafetera y no prometía nada. Hasta que no la viera en condiciones, no se comprometía a servir un café. Casi me caigo al suelo del susto: lo habitual es que, funcione bien, mal o regular la dichosa maquinita, te despachen el cortado y si ha salido una pócima imbebible, al camarero plim. Jorge volvió un par de veces por los veladores con vistas al Espolón comunicando sus progresos, que no fueron tales: en su última visita, nos participó de que no habría café. Lo siento. Hasta la próxima…

… que no tardó en llegar. Al sábado siguiente, de nuevo reluciente el cielo logroñés, me acomodé de nuevo en la silla de director de cine, pedí el cortado y el mismo servicial y modélico camarero me lo sirvió. Estupendo. Glorioso. Sin exceso de espuma, contra la norma exagerada de un tiempo a esta parte. En su punto. Es decir, que no deber ser tan difícil impartir un magisterio semejante. Le agradecí el esmerado servicio, en mi nombre y en el de todos los adictos a esta gloria empapada de cafeína. Pensé en Dámaso. Estaría orgulloso de mi tocayo. De las damas del Robusta, de las del Iturbe, de los chicos del Asterisco y de cuantos preservan su legado con sentido del oficio.

P. D. Hace alguna glaciación cayó en mis manos por un día del libro ya muy lejano el estupendo volumen ‘El libro del amante del café’. Que recomiendo encendidamente para todos aquellos adictos a ambos placeres: la lectura y el café. En sus páginas, su autor, miembro por cierto de una acreditada saga de maestros cafeteros, repasa la historia de esta maravillosa pócima, que contiene en efecto sustancias adictivas. Para mí, desde luego lo son. Son escasos, muy raros, los días en que no me entrego a su ingesta. Y cada vez que saboreo una taza elaborada con mimo y profesionalidad, coincido con el viejo adagio del clásico: que no hay venenos, sino dosis.

Un recorrido por las barras de la capital de La Rioja

Sobre el autor

Jorge Alacid López (Logroño, 1962) es periodista y autor de los blogs 'Logroño en sus bares' y 'Línea de puntos' en la web de Diario LA RIOJA, donde ocupa el cargo de coordinador de Ediciones. Doctor en Periodismo por la UPV.


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