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Jorge Alacid

Logroño en sus bares

Viana en sus bares

Pincho del bar Bordón, de Viana.

 

Siempre me ha gustado Viana. Cuando viajaba en el asiento de atrás del 600 familiar rumbo a Pamplona, ya desde muy crío me llamaba la atención su augusta silueta. Ese aire medieval. La muralla, el caserío sobre la cima. Parecía un pueblo de cuento. De noche, a la vuelta de aquellos viajes, Viana se iluminaba. Y las luces le concedían un aire todavía más intrigante. Novelesco. Al que contribuía la llanura que le rodea, viñedo y cereal, las montañas al fondo, como si fuera a aparecer en cualquier momento un improbable Robin Hood foral que tuviera el aspecto de Félix Cariñanos con alpargatas.

También mi primera excursión como escolar con el colegio San José fue a Viana. A sus lagunas, que por ahí deben estar aún según informa la señalización que festonea la vieja carretera N-111, tan querida, hoy reconvertida en autovía. Pero su trazado antiguo pervive, desde luego más inseguro y proclive a la ingesta de pastillas contra el mareo. Aquella ruta tenía algo hechizante, con su atractiva toponimia. Torres del Río, Sansol, el desvío hacia Bargota. Y Viana, por supuesto. Que me cautivó luego de adolescente por la magia de sus fiestas, que aseguraban unas noches de desparrame muy acreditado. Aquel remoto verano de la mocedad incluía como cita obligada ese breve desplazamiento. Ya no me acuerdo de cuándo estaba marcada esa fecha en rojo en el calendario festivo de todo logroñés. Hacia finales de agosto, me parece. Sí recuerdo que las cuestas y requetecuestas de la carretera, que en el viaje de ida sólo exigían una dosis de biodramina, se atragantaban hacia la vuelta. Y no daré más pistas.

Viana me sigue gustando. Con alguna frecuencia me dejo caer para el aperitivo del fin de semana y confirmo que pocos pueblos de su tamaño en calidad y cantidad de su oferta hostelera pueden competir con los bares de este pueblo fronterizo que este 2019 anda de aniversario: cumple 800 años como tal. Es una belleza. Aunque como resulta inevitable en tantos rincones de España las construcciones recientes hayan conspirado para afear el conjunto, en cuanto aparcas al pie de la muralla y penetras hacia la plaza empiezas a respirar lo que antes no era tan extraño. Un pueblo que se conserva más o menos igual que como lo conocieron los abuelos de los críos que hoy corretean junto a la apabullante, majestuosa iglesia. Donde por supuesto recibe al visitante Félix Cariñanos, con la barra de pan sobado (de picos) y el Diario de Navarra bajo el sobaco, de tertulia con el vecindario. Me parece que hoy lleva además un bolso.

Luego volveremos con Cariñanos. Antes, primera parada. El bar San Juan, con sus hermosas vistas hacia la plaza, su corro de guapísimas comadres (alguna octogenaria) atacando la caña de cerveza y el pincho y, sobre todo, sus gambas rebozadas. Al otro lado de la plaza, luce todavía reluciente una reciente reapertura, el Bordón. Donde una tablilla informa al cliente, que se arracima en elevado número a la hora del vermú, de una prometedora carta de pinchos. Tarifada por cierto a precios muy contenidos: esa preciosidad que ilustra estas líneas, la suculenta foto donde descuella una generosa ración de atún con pitarras, exige una escuálida derrama: 1,90 euros. Gloriosa. Y casi sirve como primer plato.

Hay más bares. Cada cual puede elegir los suyos. Si alguien, un improbable lector, está interesado en mi propia opinión, le garantizo que la mayoría de los que suelo visitar están uniformados por una serie de virtudes: trato cortés y correcto, esmerado en muchos casos, con un sentido muy acusado de la profesionalidad, oferta de vinos correcta (y más que correcta en comparación con otros lugares de análogo tamaño y condición: y tampoco daré más pistas) y una muy estimable oferta de pinchos. Que se despachan como digo arriba a precios sensatos y animan por lo tanto a la ingesta. Al aperitivo trufado de tertulias que no logran estropear ni la dichosa música de fondo ni las pantallas gigantes de televisión que nadie atiende, esos dos monstruos contemporáneos que azotan el mundo de los bares patrios. También en Viana.

Yo tiendo a concluir la ruta en el hotel Palacio Pujadas, hermoso caserón con una barra muy atractiva, provista de sabrosas gollerías, aunque mi interés por este local tiene que ver con otro par de factores. Que siempre me han gustado los bares de hotel, y alguna vez he citado esta tipología en este espacio con una entrada dedicada a ellos en exclusiva, y sus vistas. Y, sobre todo, porque se alza al final de la calle dedicada a un ilustre vecino, el escritor Navarro Villoslada, muy rica en palacios y casas blasonadas, sin casi parangón por Logroño y alrededores (Laguardia, acaso; tal vez Briones o Elciego), un paseo que culmina asomándose a las hermosas vistas que distinguen a las esplendorosas ruinas de la iglesia de San Pedro. Observar Logroño allá a los lejos, precedido por esa sinuosa carretera tan pródiga en toboganes, me reconforta. Me veo de niño asombrándome por la estampa de la imperial Viana en el horizonte, antecedida por la empinada cuesta donde mi madre aseguraba haber subido en bici de chavala, la anécdota familiar mil veces repetida en la ruta hacia Pamplona. Y me veo después, de más jovencito, acudiendo por esa misma N-111 al reclamo de las fiestas de verano que más me gustaban (empatadas con Cenicero, ojo). Y me veo ahora, de regreso sobre mis pasos, camino del coche que me devolverá a casa atacando una jugosa croqueta en la sidrería Armendariz, desbordante de parroquianos como el resto de bares visitados. Más de un pueblo riojano (y no daré nombres) se conformaría cualquier sábado de estos con disponer de la mitad de ambiente.

Así que hasta la próxima. Viana, como se ha mencionado antes, celebra sus 800 años. Merece una visita. Me consta que son muchos los logroñeses que conocen y disfrutan de sus encantos, desde largo tiempo por cierto. Desde que por ejemplo el Borgia, modélica casa de comidas, se convirtió en excursión obligada para los amigos de la buena mesa. Y todavía hoy son legión quienes se dejan caer por sus calles tan coquetas y que hilan la hebra con sus vecinos, que para todo logroñés son casi como de casa, como de la familia. Como Félix Cariñanos, a quien diviso allá plantado en mitad de la calle. Luce una melena más recortada que como lo recordaba. Saluda con esa media sonrisa tan suya como de pícaro medieval mientras no abandona la cháchara con otro vecino. Por allí cruza también otra cuadrilla, donde reconozco a un antiguo condiscípulo de bachillerato, que saluda como si te viera todos los días. Y concluyo entonces que tal vez ahí reside el encanto tan mayúsculo que se te apodera cuando te arrimas por Viana a echar el vermú llegando desde Logroño. Que sientes que estás como en casa.

P. D. Una de estas excursiones recientes a Viana incluyó un recorrido turístico por sus innegables bellezas. El Ayuntamiento las organiza a partir de la fenomenal iglesia, incluyendo el asombroso relato sobre los aventuras de la familia Borgia al pie de la famosa tumba. Es un ameno paseo, muy recomendable. Que transita desde el propio edificio consistorial hacia los palacios aledaños, cuyas fachadas esconden una monumentalidad desconocida para quienes sólo los conozcan desde fuera. La visita se detiene también en otros misteriosos calados, en apariencia invisibles. Otro encanto que debe sumarse a los arriba recopilados y que justifican el paseo por Viana. Por Viana y sus bares, claro.

Un recorrido por las barras de la capital de La Rioja

Sobre el autor

Jorge Alacid López (Logroño, 1962) es periodista y autor de los blogs 'Logroño en sus bares' y 'Línea de puntos' en la web de Diario LA RIOJA, donde ocupa el cargo de coordinador de Ediciones. Doctor en Periodismo por la UPV.


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