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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

Historia viva

bosque

Todos (sí, también usted) guardamos en el cajón un placer que nos avergüenza confesar. El mío consiste en escuchar al yayo Tasio. Algunas mañanas me llego hasta su casa sin ningún pretexto y me siento junto a él sobre una de las sillas del salón que reciben la luz del mediodía. No abro la boca. El abuelo se coloca frente a mí y sin más empieza a hablar. Su catálogo de historias es infinito, aunque muchas se repiten. La más recurrente es esa en la que rememora cuando de muy mocete su padre le ordenó que ese día tenía que cambiar el hatillo de libros por el zurrón y sacar a pastar las cuatro ovejas que les daban de comer en el pueblo. Según cuenta, el cielo había amanecido negro oscuro. Al llegar al otro lado de la montaña, las nubes se desbocaron y estalló una tormenta de nieve y rayos como sólo había imaginado en las leyendas. Desorientado, hambriento y calado hasta el tuétano, se agazapó en el hueco de un tronco hasta que muchas horas después sin probar bocado un vecino le rescató para devolverlo a casa medio muerto. Tasio no lo sabe, pero en cada versión introduce detalles distintos y hasta contradictorios.  Unas veces le amenazaba un lobo blanco. Otras ve pasar a lo lejos una sombra que ignora sus gritos. En ocasiones bebe su propia orina para no deshidratarse. En silencio rumio que quizá todo es mentira. O que el relato es una almazuela cosida con retales propios y ajenos. Me limito a saborear las palabras del yayo Tasio. Ni siquiera le discuto si de verdad está vivo.

Ilustración: Ona Folch y Judit Romero


abril 2016
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