Cuando el jefe Mondongo me exigió volver a Logroño, le pedí que me mandara a un hotel de tres estrellas como mínimo. «¡Yo soy un señor catedrático -le espeté- y tengo un estatus que mantener». El jefe Mondongo me miró extrañado, balbució algo sobre la troika y los recortes y me contestó que había tenido mucha suerte porque me había encontrado por Internet un «alojamiento con encanto» muy bien de precio. Me enseñó un folleto: ponía que estaba «en el corazón del casco antiguo de Logroño». Yo traté de explicarle que en Logroño se llama casco antiguo a una montonera de escombros con jeringuillas usadas, tumultuosas despedidas de soltero, centros culturales del vino medio vacíos, vomitonas fosilizadas, olor a meados y prostitutas de bajo standing, pero cuando Mondongo se embala no atiende a razones.
De modo que he acabado aquí, en la pensión Maritrini, en la calle Rodríguez Paterna. El «alojamiento con encanto» tiene mierda acumulada de cuando Espartero era regente, aunque lo mejor, como prometía el folleto, son las vistas: mi ventana da a unos soportales descascarillados que están a punto de caerse y ya no tienen ni pisos encima. Para colmo, a la patrona se le ha ido la olla de tanto ver Masterchef y le ha entrado afición por la nueva gastronomía. En Internet pone que su menú cuenta con el asesoramiento de un tal Paniego y un tal Echapresto y de no sé qué estrellas Michelin. El caso es que antes hacía unos potajes de garbanzos bastante sabrosones y ahora en cambio le ha dado por servirnos unas cosas minúsculas en platos que parecen sombreros mexicanos. Ayer casi estalló un motín en el comedor cuando todos esperábamos unos caparrones con tocino y la señora nos plantó una cosita verde del tamaño de una lenteja. Ante nuestras airadas protestas, primero nos explicó pacientemente que eran esferificaciones de nitrógeno con emulsiones de algas silvestres y perfume de pajarillos primaverales, luego nos llamó incultos y finalmente nos gritó que nos fuésemos todos a comer a casa de nuestra puta madre.
Los clientes coincidimos en que la Maritrini había refinado su cocina, pero no su lenguaje.