El otro día pillé a la señora Maritrini viendo por la tele a escondidas una entrevista con Pedro Sánchez. Se le caía la baba. Al principio pensé que no llevaba puesta la dentadura o que le había fallado estrepitosamente el Kukident, pero luego vi que le asomaban los colmillos. Yo carraspeé cuando la vi y ella en seguida cambió de canal, como si estuviese viendo una película porno o el Cifras y Letras. Al verse cogida en falta, la patrona se derrumbó y me confesó:
-Hijo mío, yo soy del PP de toda la vida y a mi Josemari no lo cambio por nada, pero… Este Sánchez me pone. Me lo tiraría bien a gusto.
Y luego me explicó una serie de posturas que todavía estoy intentando quitarme de la imaginación.
A Mondongo le he redactado inmediatamente un informe sobre la importancia de la imagen en las elecciones de estos pueblos occidentales, pero estas sutilezas él no las comprende. Para que lo entienda le he recordado el caso de Pundú, el apolíneo.
Pundú era alto, guapo y hablaba bien. Trepaba a los cocoteros como un mandril, nadaba como Tarzán, corría como un gamo y encima, si nos descuidábamos, nos dejaba sin una virgen sana para los sacrificios rituales. Le teníamos un poco de tirria porque nos parecía majo, pero hueco, como esas sandías que tienen una buena pinta extraordinaria y luego, cuando las abres, saben a corcho. Sin embargo, y contra todo pronóstico, Pundú llego a ser jefecillo de su clan (el clan de los tocahuevos) gracias a la pócima que le preparó una bruja preñada que hablaba con acento de las tierras bajas.
Nada más agarrar el poder, como solía suceder en su revoltoso clan, a Pundú le tendieron trampas por todos los sitios. Sus supuestos amigos le metían serpientes venenosas y tarántulas en la choza y él tenía que dormir siempre con un ojo abierto. ¡Hasta la bruja preñada empezó a lanzarle terribles conjuros!
A Mondongo este espectáculo le entretenía mucho. Mientras los miembros del clan de los tocahuevos se entretenían martirizando a su guapo jefe, él dormía a pierna suelta.