Cuando desperté, el dinosaurio todavía estaba allí. En la pensión solemos llamar dinosaurio a la señora Maritrini, aunque algunos huéspedes también se lo dicen a Pedro Sanz (esto no sé por qué, ¿tal vez porque nació en Igea? Lo tengo que preguntar).
Cuenta la Maritrini que cuando era joven y trabajaba en el Caballo Loco era grácil y liviana, con un tipito juncal. Ahora está gorda como un tractor. Mi amigo Pera Conferencia, viajante catalán, dice que la cintura de la Maritrini tiene que estar en alguna oficina de objetos perdidos, al lado de la de Boateng, el defensa del Bayern de Munich.
El caso es que la señora Maritrini apareció ayer por la mañana por la pensión con una camiseta rosa bien pretuscada y unos calentadores de cuando echaban Fama por la tele. Dijo que iba a salir a correr. Nosotros casi nos atragantamos de la risa.
Cuando bajé a la calle, sin embargo, me encontré a miles de mujeres vestidas de rosa huyendo despavoridas. Al principio sentí un miedo de pesadilla infantil, como si de repente me persiguieran miles de pequeños ponys enfurecidos. Asustado, eché yo también a correr, aunque me tranquilicé algo cuando vi a Cuca Gamarra y a Concha Andreu corriendo sonrientes, en plan Tarta de Fresa, poniendo cara de cartel electoral. Me sorprendió bastante no ver hombre alguno entre esta marea femenina, aunque luego me encontré con Emilio del Río también vestido de rosa. Quizás huían todas de él.
A Mondongo le he escrito que hay costumbres de estas gentes que resultan inexplicables. Ahora, por ejemplo, les ha entrado la manía de ponerse a correr. Corren y corren a lo bobo, sin que les persiga ningún león. Tampoco quieren llegar a ningún sitio. Algunos incluso van mirando obsesivamente un relojito como si tuvieran mucha prisa. El otro día me crucé con un vecino, al que vi llegar colorado, con las rodillas machacadas y al borde mismo de la apoplejía, y le pregunté por qué salía a correr todos los días. «Porque es bueno para la salud», me dijo entre toses y aspavientos.
Hoy salía su esquela.